
Cuenco recompuesto / PIXABAY
«Pienso mucho, hablo poco, me he enganchado a un serial. Y cuando duermo, además de solo, lo hago mal»
(León Benavente, «Estado provisional», León Benavente, 2013)
Piensas que sí, que puedes. Crees en tu capacidad para sobreponerte. Y ves que no, esta vez no. La caída es demasiado fuerte en esta ocasión. Se te nubla la vista y estás perdido en un laberinto. Qué va a ser de ti, te preguntas repetidamente. Tu cabeza no deja de centrifugar pensamientos: los positivos los encoge y arruga; los negativos son más lustrosos, como lana recién lavada con Perlan. Es el día en que te miras al espejo y no sabes quién te observa en el cristal. Es entonces cuando descubres, párpados rojizos y ojos cansados, rostro sombrío, tormenta en la mente, que ni siquiera conoces quién eres porque olvidaste a quien fuiste.
Romperte. Hacerte mil y una pequeñas porciones de porcelana. Sentirte como aquel jarrón que una vez destrozaste en casa, cuando eras un niño, con el puñetero balón. En la casa no se juega, y jugaste; y perdiste; y te sancionaron antes de ser absuelto. Quebrarte y desperdigarte por el suelo del salón, como el vaso que se te escapó por atender más a Willy Fog o cualquier otra historia de televisión que a tus propios actos. Ya no eres ese chiquillo que jugaba, saltaba, corría, soñaba… Los años te vinieron, al igual que a cualquier otro, y la vida te persiguió.
La tristeza, el desamor, la muerte, la soledad, el olvido. El dolor, la nostalgia, el tiempo, la conciencia, el estrés. Estamos hechos para ajarnos como la corteza del viejo roble, perder la piel en el camino y sin embargo seguir en pie, contra el viento y la lluvia. Si el árbol resiste, ¿por qué nosotros no? Pues no podemos continuar erguidos siempre. No, siempre no. No cuando la realidad nos atemoriza; no cuando el mundo se nos hace inhóspito; no cuando convivimos con nosotros mismos. No cuando somos nuestro enemigo, cuando la depresión nos vence. Y te crees rendido, a la espera nada más del frío filo del hacha en la nuca, apoyada la cabeza en el tronco.
«Es terrible empezar a conocerte de verdad, es terrible asumir que te adelantan a toda velocidad, y te conviertes en estatua». No puedes más, pero sigues en pie. Aunque te tambaleas. Te sangra el alma, si es que la tenemos, y necesitas el apósito de la calma en la tempestad en que nos adentramos. La edad nos desvela dónde estamos y a la vez nos oculta hacia dónde vamos. Debes frenar, pero el viaje no se puede postergar, prosigue, la carretera se prolonga, nadie se detiene, nadie te atiende porque nadie mira a su alrededor, y tratas de avanzar.
Pero no puedes. No puedes como tampoco puedes parar, que es un lujo, es costoso hasta morir, mucho más vivir. No puedes, si bien no te queda más remedio porque eres un tornillo, una tuerca en una inmensa maquinaria sin control de los sentimientos, de la humanidad del otro tornillo, la otra tuerca. No puedes y lo comprendes al fin. Tú, no quieras dar un paso más sin tu salud mental. Lo haces, dices adiós a todo y a todos por un tiempo, te encierras en ti para volver a salir a los demás. Sin ti no eres nadie, y menos aún nada.
Les resulta extraño, pero eres valiente. No dudes, aprende a respirar, lo que nos es innato lo debemos conseguir como el lenguaje, por enseñanza y esta vez autodidacta. Estás roto, como aquel jarrón que hiciste añicos. «Y nadie que conoces está realmente bien, esto que nos han contado han vendido no sabemos lo que es»; y nadie detiene el vértigo de su vida, como el que tú sientes, pero estás roto y paras. Porque «lo que antes me hacía reír, ahora me pone triste, lo que antes me hacía feliz ya no existe». Volverás, y quien como tú no lo haga quizá se marche –de sí, de ti– para siempre. Parece que hablo de ti, pero pinto un retrato de mí. Caí y el cristal, en partículas y trozos, lo roció todo. Y supe reconocer que no tenía otra salida que la salida del mundanal ruido. Con la tibia esperanza de pegar cada pieza para recomponer la figura, de fortalecerla y lucir de nuevo al fin. Ya logro responder a la pregunta: ¿Qué nombre y en qué lugar? Ya recojo mis pedazos.
(También citada, de León Benavente, «La canción del daño», Vamos a volvernos locos, 2019).