
Salvador Távora, en Córdoba en 2017 / MADERO CUBERO (CORDÓPOLIS)
Desconozco el motivo por el que viene a mi memoria. Soy incapaz de comprender el hecho de que su nombre aparezca en mis cada vez más torpes conexiones neuronales. Pero le tengo muy presente. Tanto como si estuviéramos en la misma sala de nuevo, como cinco años antes. Recuerdo a Salvador Távora, sin razón lógica considero. Me ocurre cuando me enfrento a una página en blanco. ¿Qué escribir? Es más: ¿Sobre qué escribir?
La página en blanco, esa maldición para quien ha vivido ligado a ella; esa tortura para quien ha escrito miles, y muchos miles, de palabras -no sé si con acierto o sin él, es algo que corresponde decidir el lector-. El más duro castigo para quien después de mucho tiempo vuelve a escribir. O lo intenta. Trato de hacerlo habitualmente ahora, tras un amplio período de letargo, fuera de un sector en el que quizá no pocos ya me han olvidado –no les culpo, faltaría más-. Sin embargo, el ejercicio es complicado.
Probablemente por el temor a la página en blanco, ante ella, el que la misma me causa, me hiciera conectar con el creador de Quejío, la obra cumbre del teatro independiente unido al flamenco. Y mucho más a la realidad andaluza. Fue una mañana de octubre de 2017 cuando me senté a escucharle, muy atentamente, en un espacio del Gran Teatro de Córdoba. Venía a presentar ese Quejío que nació en 1972, cuando Franco aún espantaba a la libertad en España.
No era más que una rueda de prensa más -yo trabajaba para Cordópolis-, pero para mí fue gratificante. Me permitía escapar un rato del ámbito deportivo, el mío, en el que quizá he quedado encasillado. Además, me concedía la oportunidad de ver de cerca a un prohombre para la cultura andaluza. El impulsor del grupo La Cuadra tenía 87 años, esos de los que tan lejos creemos estar todos incluso a los 60. Caminaba con lentitud, apoyado en Liliane Driyon, su productora y pareja sentimental. Sus rasgos mostraban también la maldad del transcurso de la vida. Y su voz parecía tímida.
Pero Salvador Távora nunca dejó de ser un hombre valiente. Como todos aquellos jóvenes que desde los cincuenta hicieron oposición al franquismo desde las tablas, en las aulas de las universidades principalmente. Él no era tan chaval cuando arrancó La Cuadra, pues ya contaba con 40 años. En cualquier caso, el genio nacido en Cerro del Águila -barrio de Sevilla- actuó y dirigió a modo de batalla contra la dictadura en los últimos años de ésta. Y no seguiré porque no necesita presentación.
El 18 de octubre de 2017 Salvador Távora reclamó más Quejío, mucho más, 45 años después. Porque entonces comenzaban unos tiempos demasiado convulsos para España, y para el mundo en general. No sabíamos lo que en realidad nos vendría. Y él, quizá por suerte, no lo vio: murió en febrero de 2019. «Que a los 45 años un espectáculo como Quejío resulte ser actual me parece significativo, y es porque nuestra sociedad ha vuelto a aquel 72. Se ha vuelto a la confusión política y cultural», aseveró. Sin medias tintas.
«Cambiamos el teatro, sin el sentido pequeño burgués y literario del teatro, y lo hicimos con el flamenco. Pero no para disfrutar, sino para concienciar», expresó después. Hablaba del momento en que La Cuadra entró en acción. Quiso ir más allá y ensalzar el teatro valiente, el que él y otros y otras como él hicieron aun en tiempos de Franco. «Los artistas no pueden andar por un lado y los pueblos por otro», afirmó. «A partir de ahí, entendemos que el teatro era más que un arte, era un compromiso, y el nuestro era con Andalucía, con nuestra gente, con nuestra cultura», añadió.
Creo entender, tras un puñado de palabras en esta página antes en blanco, que fueron aquellas palabras, que recordaba, lo que provocó la presencia del dramaturgo en mi destartalada cabeza. Estoy seguro, de hecho, que fue el mensaje atrevido del mito del teatro andaluz, de ese señor de 87 años, lo que le ha traído de vuelta a mi memoria. Hoy hace falta mucho Quejío, y no sólo andaluz; y no sólo para opositar a los poderes del país sino para, también, recuperar la libertad que lo políticamente correcto puede terminar por encarcelar.
Pero si con un detalle me quedo de aquella mañana en las entrañas del Gran Teatro es con un gesto que tuvo él, el protagonista de mi información. Tras el final de la rueda de prensa, Salvador Távora, un hombre muchísimos escalones por encima del que yo pisaba y piso -y probablemente pisaré-, extendió su mano para que se la estrechara. Sonrió y agradeció mi presencia. Me marché del lugar abrumado, entre atontado y emocionado. Esta vez, en que era incapaz de pulsar cualquier tecla de ordenador, fue el saludo de Salvador Távora lo que me otorgó valor ante la página en blanco.