
Manuel Ruiz de Lopera, en una rueda de prensa / EFE
Es una de las vivencias más curiosas de mi trayectoria profesional. Sin embargo, sólo es conocida por quienes la vivieron conmigo y unas cuantas personas de mis círculos íntimos. Lo primero es porque no se trata de una historia muy favorable para mí. Y lo segundo, de vez en cuando una anécdota no viene mal. A modo de confesión, ésta es la primera ocasión en que la narro abierta y públicamente. Básicamente por el tiempo ya transcurrido y porque más allá de lo desagradable de la situación en el momento en que ocurrió, resulta graciosa.
Sucedió un miércoles de julio. Fue el 25 de ese mes de 2007. El calor apretaba, pero no tanto como hoy en día. También menos que en otros lugares próximos, uno más y otro menos, de aquel. A escasos kilómetros de Jerez de la Frontera (Cádiz) entrenaba el Real Betis Balompié. Como solía ser habitual, el conjunto verdiblanco realizaba su concentración de pretemporada en Montecastillo, un hotel con muchas instalaciones de todo tipo. En uno de los salones comunes del edificio, un puñado de periodistas se refugiaba el sol. Y entre ellos estaba un becario.
Todo permanecía una extraña quietud. Aunque los nervios no tardaron demasiado en aflorar. Mientras redactores, fotógrafos y operadores de cámara aguardaban, de fondo se escuchaba el poderoso rugido de motores. El sonido procedía del Circuito de Jerez, justo frente al reconocido alojamiento. De hecho, alguno que otro tuvo la oportunidad, sin esperarlo, de encontrarse con Pedro Martínez de la Rosa. El becario fue uno de los que observó de cerca al entonces piloto probador de McLaren, de fórmula uno por si es necesaria la aclaración.
Con todo, esa mañana el protagonismo se le reservó a otro hombre: Manuel Ruiz de Lopera. Aquel día estaba prevista la visita del propietario del Betis al equipo. La audiencia de la plantilla y el cuerpo técnico de turno con el mandamás era una tradición estival. Pronto la calma, como es lógico, comenzó a romperse. No aparecía. Ni él, ni sus acompañantes en la cita, el presidente del club sevillano, José León, y su director deportivo, Manuel Momparlet. ¿Dónde se habían metido? Los tres anduvieron por las entrañas del hotel, en las cocinas y demás, para no ser captados. La espera…
No fue hasta más allá de las dos de la tarde cuando se organizó el revuelo. Lopera, al fin, hizo acto de presencia junto con León. Salieron por la puerta que daba al complejo y no por la de entrada. De pronto, los redactores se lanzaron con sus micrófonos, y los fotógrafos y operadores con sus cámaras, a por el susodicho. Lo cierto es que los dos hombres no tenían mucho deseo de realizar declaraciones y caminaron como pudieron ante la muralla reportera. Los periodistas avanzaban de espaldas. Había peligro…
Dentro de la particular escena, el becario tuvo que apañárselas para retroceder con un cuidado extremo mientras colocaba el grabador de la emisora de radio y la ‘alcachofa’ de la cadena de televisión, ésta, conectada a la cámara. El cable. Los cables. Poco le falto al muchacho para desnucarse. Hacía sus tareas para Cadena Ser y para Localia, canal de la misma empresa informativa (Prisa). Aun así, el estropicio todavía debía de producirse. El joven tenía que informar desde Montecastillo, en directo, en el programa deportivo Libre y directo.
A las tres sonó el teléfono, uno de aquellos del tipo almeja. Es decir, que se abrían. Y ahí fue el becario. Las palabras son una aproximación concedida por la memoria: «Su visita ha sido un esperpento que ni el propio Ramón María del Valle-Inclán habría sido capaz de escribir». No se cortó el proyecto de periodista en expresar su opinión sobre lo ocurrido. Lo hizo además por más tiempo del debido. Era la entrada del programa, lo que se hacía en forma de sumario. Venga minutos antes del primer ciclo publicitario y la cabecera. Enseguida hubo llamada al orden del jefe de Deportes, ese día al frente del espacio. «Rafa, ¿pero qué has hecho?», fue lo primero que acertó a decir.
Mal cuerpo tenía ya el becario, que después relató lo más noticioso de la jornada pese a la congoja. A las cuatro, terminado Libre y directo, sonó el móvil de nuevo. «Tío, has llamado esperpento a Lopera. ¿Cómo se te ocurre?», remarcó -es otra aproximación-. El chaval tragaba saliva, pedía disculpas y miraba al suelo por si, de una vez, se abría un agujero que lo absorbiera. Por suerte, el jefe no era de los que avasallan. Santiago Ortega, que él era, fue más didáctico que bronco. Incluso se mostró comprensivo. El joven lo agradeció entonces y seguro que lo hace ahora.
Y cuando parecía que el suceso quedó en una anécdota por contar años después… A los días, llegué a la redacción de Cadena Ser en Sevilla y de primeras vi al compañero que esa semana estaba al frente, Florencio Ordóñez. Estaba en otro espacio. Hablaba por teléfono. Acerté a escucharle: «Manuel» -o don Manuel, no lo recuerdo-. Lopera le pedía explicaciones, aunque mi colega, que no cesó en animarme, no me lo contó. Ni tras la llamada, ni nunca. El propietario del Betis tenía un monumental enfado, que fue calmado, entiendo. Sí, el becario era yo.